De economistas sabios y de aprendices de brujo

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Por José Alberto Bekinschtein (Lic. en Economía, UBA)

La teoría y la política económica argentina de las últimas décadas han oscilado entre la adoración irrestricta del mercado como asignador de recursos y motor de la inversión privada, y la exaltación del Estado como redistribuidor de ingresos y promotor del desarrollo. No es que ambas interpretaciones de la realidad y sus recomendaciones derivadas hayan resultado inocentes: ganancias extraordinarias se han obtenido en base a la concentración económica resultante de la primera visión, “neoliberal”, como en la segunda o “nacional”, montada en la inexorable – y a veces buscada – zoncera de un Estado al que se imagina líder, pero que termina siendo poco más que un distribuidor anárquico, valga la paradoja, de cuasi-rentas y privilegios sin contrapartida.

Quienes se suponían liberales, poco o nada se preocuparon por generar mercados competitivos: las leyes y sistemas de promoción de la competencia, cuando existen, son puramente nominales, como pueden dar fe los usuarios de servicios públicos, de la banca, de las comunicaciones, de los medios gráficos y audiovisuales, de la obra pública, del espacio urbano, entre otros. Es decir, los mercados “competitivos” son para “los otros”, principio (anti)ético básico que, por si fuera poco, es refrendado por un aparato judicial poco accesible a los actores menores o poco “conectados”. Por su parte, los “nacionales” no se preocuparon por fundar o reformar un Estado capaz de gestionar eficazmente -un calificativo que no debería ser pecaminoso aplicado también al sector público – ni de la cuestión fiscal, desdeñada como parte de las artimañas del campo “neoliberal”. Liberales sin mercado, “nacionales” sin Estado: lo peor de ambos mundos.

Respaldados en ambos casos en ideas del siglo XIX sin su elegancia original, uno de los fracasos más persistentes de tales esquemas es el de la inflación. Para unos, el fenómeno tiene un culpable: la monetización del déficit fiscal. Para los otros no es más que un collateral dammage del robustecimiento del mercado interno vía demanda.

Un alto funcionario del FMI se sorprende cuando rígidas políticas monetarias y ajustes fiscales celebrados como “el camino correcto”, resultan, al revés de lo que marcan los textos sacratísimos, en una inflación creciente. Se culpa entonces al bimonetarismo autóctono porque esos mandatos no funcionen en la realidad local, sin percibir que el tal apego a monedas foráneas no es otra cosa que el resultado de malos diagnósticos y peores ejecuciones y no sólo atribuible al denostado “populismo”.

En los ahora famosos 70 años de fiesta hubo de todo: gobiernos y ministros “serios” o sea del “mainstream” (gestión militar o civil) y “populistas” de distinto cepaje, incluso con algunos años (pocos) bajo gestión militar. Curiosamente si de inflación hablamos, los resultados no fueron muy diversos: en 59 años, que excluyen los de transición de gobiernos y una guerra, hubo 28 de gestión “seria” y 31 de “la otra”. Medidos por la evolución anual del IPC, un indicador usualmente tomado como medida de la inflación, los resultados son los que siguen. Resalta el periodo de convertibilidad, cuya paz resultó ser la tapa de una olla presión.

70 años de inflación: «Serios» y «Populistas»

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Resulta paradójico que se mantenga tanta interpretación univoca de un fenómeno – el de la inflación es el más manifiesto de nuestra historia económica moderna- cuando a las ilusiones del “esta vez es diferente” suceden, fatalmente, los desengaños. Particularmente notable dentro de tal contrasentido, resulta el desconocimiento de una interpretación particularmente lúcida del fenómeno inflacionario, elaborada por el más importante economista argentino de la segunda mitad del siglo XX. Allá por 1959, Julio H.G. Olivera desarrolló una de las explicaciones más convincentes y fundadas acerca del carácter multidimensional de la inflación en América latina, y especialmente, en la Argentina. En su artículo “La teoría no monetaria de la inflación”, sostenía que para explicar el proceso inflacionario se debían también tomar en cuenta la importancia de los factores no monetarios o “reales”, en especial los movimientos de los precios relativos de los bienes y servicios. ¿Por qué? Porque especialmente en economías en desarrollo, los mercados están muy lejos de ser perfectos, los precios son inflexibles a la baja, por lo cual todo movimiento de precios relativos, termina en una suba generalizada del nivel de precios.

¿Qué dicen en cambio las interpretaciones más tradicionales? Para los monetaristas puros el aumento en la cantidad de dinero –por ejemplo para financiar déficits fiscales- hace que aumente la demanda de mercancías y como la oferta es rígida (por ejemplo falta de inversión) “sobreviene un alza del nivel de precios”. Es la conocida interpretación del fenómeno como “inflación de demanda”.

Hicks, un economista de los años 30, planteó que en realidad el nivel de precios está determinado por los precios de ciertos bienes y servicios clave, entre otros el salario, poco flexible a la baja, por lo menos en términos nominales (en pesos). Esta es la llamada “inflación de costos”.

Hasta aquí una síntesis apretada y simplificada de lo que el profesor Olivera decía en su paper. Pero lo que quiero destacar -verán ustedes que no son ajenas a nuestros actuales sinsabores- son sus conclusiones. Cuando se introduce la economía real, a través de las relaciones entre los precios relativos y sus cambios, “en virtud de la señalada rigidez de los precios descendentes en dinero… toda variación de las relaciones de valor entre las mercancías acarrea un aumento general del nivel de precios, sea cual fuere la causa de esa variación”. El aumento en el nivel general de precios, producto de cambios iniciales en ciertos precios relativos, por ejemplo, el de las divisas (digámoslo, aunque no lo dice el autor), en condiciones de inflexibilidad de precios a la baja, como ocurre en mercados imperfectos, tiende a producir un estado crónico de inflación. De no existir un mecanismo de ajuste, nada hace suponer que los nuevos precios queden equilibrados.

El Banco Central puede fijar la oferta monetaria: en ese caso, los niveles de precios dados determinarán la velocidad de circulación del dinero (cuántas veces cambia la plata de mano en un período dado) para satisfacer el volumen de transacciones requerido por la economía. Pero hete aquí que, si las presiones inflacionarias generadas por los movimientos de precios relativos “exceden la capacidad de adaptación pasiva de la velocidad y si, [como ocurre ahora], la cantidad de dinero no se expande en la medida necesaria, el sistema económico pierde la posibilidad de converger a una posición de equilibrio” (negrita nuestra). Como “las imperfecciones en el sistema de precios suelen ser comparativamente altas en las economías de desarrollo insuficiente, por falta de una adecuada extensión u organización de los mercados internos” es comprensible que los funcionarios del FMI queden desconcertados por la falta de resultados de sus medidas de ajuste.

Uno de los problemas que señala Olivera respecto del ajuste monetario es que no hay manera de saber cuál es la cantidad indispensable de medios de pago necesaria en un determinado momento: si es excesiva, tendremos una inflación de origen monetario que se sumará a la original. Si es deficiente “… y la velocidad de circulación no se adapta en la magnitud requerida, descenderá el grado de empleo y utilización de los recursos productivos de la sociedad. Pero su efecto deprimente sobre los incentivos para invertir …la disminución en el aprovechamiento de la capacidad productiva tiende de suyo a traducirse en inflación de costos” (negrita nuestra).

Adicionalmente por si aquello fuera poco, la propia política monetaria provoca ciertos “efectos de dirección” que “recaen especialmente sobre ciertos grupos sociales y ramas de actividad” lo que a su vez tenderá a provocar renovados trastornos en los precios relativos, y por supuesto en el nivel general de precios.

La política económica vista alternativamente como el evangelio monetarista o el relato doctrinario-fantástico fundado sobre un Estado presuntamente eficiente, resulta así en la insistencia en el fracaso y el empobrecimiento. Como hace ya sesenta años cuando Olivera comenzó a sugerir alternativas, la combinación funesta de un capitalismo sin mercado y de un Estado inservible, está a la vista.